"Ann siempre había querido visitar París, se sentía muy unida
a esa ciudad. Su padre, Gerard, nació en la capital francesa, y desde que Ann
nació siempre le contaba historias acerca de sus gentes, sus calles, sus
mercados…
Allí, en Lubelskie, donde ella vivía, no había nada que
levantase su interés. Todos los domingos, se calzaba sus gruesas botas de
cuero, se ponía su ajado abrigo (allí en Polonia la crisis estaba siendo cada
vez más grave, y la población vivía en pobredumbre) y, acompañada de su diario,
salía a pasear. Disfrutaba mucho visitando el parque Slasky, sentada en el
banco situado a la derecha del árbol caído, leyendo o viendo a la gente pasar.
A veces la acompañaba su hermana pequeña Elise, pero prefería ir sola.
Un domingo de febrero, una mujer se acercó a Ann. Era una
señora mayor, con el pelo blanco como la nieve, y unos ojos muy parecidos a los
de Ann, de color grisáceo.
-
Buenos días, pequeña, ¿Me puedo sentar?
-
Por supuesto, señora.
La mujer se sentó lentamente, y su mirada se perdió en el lago que tenían
enfrente. Ann no pudo evitar observarla. Parecía mucho mayor de lo que
seguramente era, y sus manos tenían un constante temblor. Alrededor de sus
labios había pequeñas arrugas que evocaban millones de sonrisas, y en sus ojos
se podía percibir su experiencia y el brillo de muchos capítulos que rememoraba
cada día. Estaba tan ensimismada que no se dio cuenta de que la mujer se había
girado hacia ella.
-
Pequeña, este lago es el más bonito que he visto en
toda mi vida. De pequeña solía venir aquí a bañarme en verano con mi madre, y
en invierno me gustaba ver como la superficie congelada dejaba ver a los peces
nadar en las aguas más profundas. Pero mi ansia de ver mundo hizo que no
supiese apreciarlo. Cuando terminé mis estudios me dediqué a viajar por Europa,
y viví en Munich y en París durante mucho tiempo. Pero de la que mejor recuerdo
tengo es de París. Todavía puedo sentir la brisa de la mañana en la place du
Parvis, con el sonido de las campanas de Notre Dame de fondo, o los cafés de
Pigalle, frente al Moulin Rouge. Era una ciudad realmente preciosa, pequeña, yo
siempre había querido vivir en ella. Pero ni el Moulin Rouge, ni Notre Dame, ni
la Torre Eiffel sacaban a relucir las emociones tan vivas que aparecen cuando
visito este lago. Viajé por Europa buscando sentirme llena, encontrar mi hueco
ideal en la ciudad que creí que sería la capital de mi cuerpo, pero no lo
conseguí. Así que volví a Lubelskie. Este lago tampoco consigue llenarme del
todo, pero la sensación se parece muchísimo.
-
Vaya, su vida ha sido realmente increíble, señora.
Ojalá yo también pudiese visitar todos esos lugares, y, oh, París…
-
Lo harás, pequeña Ann, y tu también podrás sentir el
magnetismo de Notre Dame, o la magia que esconde el Moulin Rouge.
-
Perdone, ¿Cómo sabe mi nombre?
La mujer le dirigió una sonrisa, y la miró cálidamente. Poco
a poco, se levantó, y comenzó a andar hasta perderse en la lejanía. Ann no
entendía nada. Todavía con el recuerdo de esa extraña mujer en la cabeza, puso
dirección hacia su casa, pero se detuvo al ver que la señora había olvidado
algo. Se acercó al banco, y vio un diario, idéntico al de ella. Lo abrió, y se
sorprendió al ver su nombre escrito en la primera página. No podía ser…
Rápidamente, abrió su diario al lado del de la mujer. Las
firmas eran idénticas. Pero el de la señora estaba completo, y el de Ann
todavía no. Sólo podía significar una cosa.
Ann cerró los diarios, y dirigió sus ojos grises al lago. Su
reflejo no mostraba a una niña de pelo negro, sino a una mujer de pelo canoso.
Pero la mirada era la misma."
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